Casi sin advertirlo, el lenguaje que usamos todos los días para comunicarnos está impregnado de enunciados metafóricos. De ahí, que resulten tan naturales expresiones como “No me hagas perder el tiempo”, “Me levantó el ánimo”, o simplemente “¡Qué tarde gris!”. Tampoco nadie se sorprendería al leer en un periódico: “La economía está en terapia intensiva”, o bien “El ministro lanzó artillería pesada sobre sus oponentes”. Y es que la metáfora está estrechamente relacionada con la forma en que percibimos la realidad y otorgamos sentido a la experiencia, tanto que hasta podríamos hablar de una concepción metafórica del mundo.
A partir del siglo XX, el avance de las ciencias que estudian el fenómeno de la cognición, nos ubica frente a la necesidad de abordar el estudio de la metáfora con herramientas conceptuales y teóricas diferentes. Y es que la metáfora, considerada durante siglos un ornato discursivo, un huésped engañoso del lenguaje, se impone hoy como un recurso cognitivo presente en la constitución misma del pensamiento humano.
Dentro de la perspectiva cognitivista, se destaca la obra de George Lakoff y Mark Johnson, Metáforas de la vida cotidiana (1995). La teoría de los autores recibe el nombre de experiencialista, precisamente porque la experiencia humana y la comprensión desempeñan un papel central, dando origen a un modelo dialéctico en el cual nuestras acciones y los campos metafóricos del lenguaje se relacionan y modifican entre sí en un intercambio permanente.
Y, ¿por qué el tango? Porque si hablamos de la cotidianeidad de la metáfora y entendemos el tango como una forma incomparable de poetizar lo cotidiano, resulta posible alcanzar una nueva mirada acerca de esta manifestación artística, tan representativa de la forma de decir y de sentir rioplatense.